Qué hace falta para ser sacerdote

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Father Ryan Mutayomba, O.F.M.Conv. celebrates the sacrament of Reconciliation at the Basilica and National Shrine of Our Lady of Consolation in Carey, Ohio.

Los sacerdotes deben abrazar la condición humana con ojos de fe, encontrando a Dios en medio de las debilidades propias y ajenas. Aquí, el Padre Ryan Mutayomba, O.F.M.Conv. celebra el sacramento de la Reconciliación en la Basílica y Santuario Nacional de Nuestra Señora de la Consolación en Carey, Ohio. (Foto cortesía de los Frailes Franciscanos Conventuales)


HACE AÑOS estuve en una reunión de familiares a los que no veo a menudo. Mientras hablaba con mi prima y su marido, su hija de siete años se acercó y se sentó en su regazo. En una pausa de nuestra conversación, la pequeña Megan se inclinó hacia mí y me dijo: “ Tú eres el cura, ¿verdad?”

“Ese soy yo.”

“Bien”, dijo, y sus ojos se encendieron de expectación. “Dime todo lo que sabes sobre Dios.”

Me sentí abrumado por el asombro y el deseo de esta niña de siete años. Por supuesto, no había tiempo suficiente—ni ahora ni entonces—para contarle todo lo que sabía sobre Dios. Y su pregunta me recordó que lo que sé de Dios siempre será bastante limitado. Pero, como sacerdote, estoy comprometido a aprender todo lo que pueda sobre nuestro Dios y a compartirlo con los demás, especialmente a través de los sacramentos.

Ser un buen sacerdote comienza, ante todo, con esa relación con Dios—aprender y experimentar todo lo posible, amar y ser amado por un Dios que es a la vez inmanente—con nosotros— y trascendente—más allá de nosotros. Es un proceso continuo y vivo con muchas facetas, y siempre empieza con la oración.

Orar y predicar

La oración es el ancla para todo sacerdote. Su oración personal es un tiempo de solaz y silencio en la presencia de Dios. También es un tiempo de palabras—palabras dichas de la manera que mejor nutre la relación de ese sacerdote. El elemento crucial es que el sacerdote dedique realmente tiempo a la oración personal. Puede parecer extraño hacer este comentario, pero las constantes exigencias del ministerio y las muchas ocasiones para la oración pública pueden fácilmente interrumpir el tiempo de oración personal con Dios.

Cuando el difunto cardenal Joseph Bernardin era arzobispo de Cincinnati, se dio cuenta—con la ayuda de tres jóvenes sacerdotes—de que necesitaba más tiempo de calidad con Dios. Decidió dedicar la primera hora de cada día a la oración y la meditación. Con todas las exigencias de ser pastor de un gran rebaño, fue esa hora, escribió más tarde, la que lo sostuvo durante todo el día y lo convirtió en un buen sacerdote y obispo.

La oración personal siempre informa y enriquece la oración pública, y viceversa. Para un sacerdote diocesano, el antiguo régimen de salmos y oraciones de la Liturgia de las Horas es ante todo una oración privada. Para los sacerdotes que pertenecen a una orden religiosa, es una oración rezada con los miembros de su comunidad. La Liturgia de las Horas es la oración de la Iglesia, el eje de otras oraciones y liturgias públicas, y es esencial para que los sacerdotes desarrollen una relación más profunda con Dios.

La oración más común e importante en la vida de un sacerdote es la Eucaristía. Es aquí donde el sacerdote se sitúa más notablemente in persona Christi, “en la persona de Cristo.” Nadie puede ser un buen sacerdote sin ser consciente de la centralidad de la Misa para nuestra fe y sin celebrar sus sagrados misterios con cuidado y consideración. Para mí, presidir la Eucaristía es humilde y sobrecogedor.

Cuando celebra la Eucaristía, un sacerdote debe estar preparado para pronunciar homilías arraigadas en la sabiduría y la inspiración de la manera que más lo identifique. El buen sacerdote se da cuenta de que estos pocos minutos pueden ser muy importantes en la vida de una congregación. No pueden darse por sentados. Para ser un buen sacerdote es necesario esforzarse por ser un buen predicador. Esto surge del fruto de la oración—tanto privada como pública—y del compromiso de trabajar en ello.

el Padre Juan Zúñiga, O.F.M.Conv. bendiciendo a los fieles con agua bendita.
La generosidad es una cualidad clave para los sacerdotes, y dar una bendición extiende la generosa gracia de Dios a los demás. En la foto, el Padre Juan Zúñiga, O.F.M.Conv. bendiciendo a los fieles con agua bendita. (Foto de Alfonso Baeza, cortesía de los Frailes Franciscanos Conventuales)

Los atributos necesarios

Ciertos atributos y actitudes ayudan a una persona a aprovechar al máximo el sacerdocio. El primero es la apertura al crecimiento. Somos una Iglesia y un pueblo peregrinos, y un sacerdote debe estar abierto a caminar hacia donde Dios lo llame. Un sacerdote será llamado a asumir nuevos ministerios en nuevos lugares. A veces encontrará un gran éxito y otras veces un fracaso absoluto—y necesita aprender de ambos. La ordenación no es un final, sino un comienzo para crecer de nuevas maneras. El crecimiento puede ser emocionante y doloroso, y un sacerdote tiene que hacer frente a esa oportunidad con apertura de mente y de corazón.

Un segundo atributo de un sacerdote efectivo es abrazar la condición humana con los ojos de la fe. El sacerdocio implica celebrar con alegría la nueva vida en Bautismos y bodas, y compartir el dolor de quienes lloran la pérdida de seres queridos. El sacerdocio te llama a estar con los enfermos y los presos, los pobres y los ricos, con aquellos cuya fe es fuerte y quienes viven en la duda. Un sacerdote se ve envuelto en condiciones eclesiásticas y sociales que no puede controlar. Puede ejercer su ministerio en un entorno de crecimiento y expansión, o en uno de disminución, fusiones y cierres. Puede ser destinado a una parroquia rural, a una del área carenciada de la ciudad, o a una de un suburbio floreciente. Quizá tenga que aprender un nuevo idioma y una nueva cultura, o trabajar en medio de escándalos y contratiempos ajenos a su voluntad. A pesar de todos los altibajos, debe ver la gracia de Dios actuando en el mundo con la mirada puesta en el Reino y su plenitud.

La generosidad es otro atributo clave. “Los mejores sacerdotes que conozco comparten la virtud de la generosidad,” dice el obispo John Stowe, de la Diócesis de Lexington, Kentucky. “Su mundo es más grande que ellos mismos, y están verdaderamente dedicados al ministerio.” Estos sacerdotes se dan cuenta de que el ministerio no consiste en acariciar su propio ego, sino en cuidar de las almas. “Una sana autocomprensión y un espíritu generoso,” dice Stowe, “son las verdaderas marcas de la grandeza y la excelencia.”

Aunque el efecto que un sacerdote tiene en la vida de tantas personas puede parecer abrumador, el sentido del humor es esencial para mantener todo en perspectiva. Es sano reírse, y un sacerdote debe ser capaz de reírse de sí mismo y de las alegrías y absurdos del mundo. Puede ser un comentario de un niño desinhibido o de un anciano bromista. Reír es reconocer un don de Dios y admitir nuestras propias falencias y limitaciones humanas.

Un buen sacerdote debe sentirse a gusto en su propia piel. Esto le permite estar contento con su tiempo a solas, atesorando la tranquilidad que tiene para sí mismo, lo quiera o no. Debe conocer—y aceptar—sus fortalezas y debilidades.

“Para ser un sacerdote lleno de fe, uno debe ser consciente no sólo de sus dones, sino también de sus áreas de crecimiento—y no tener miedo de admitirlas ante sí mismo y ante los demás”, dice el padre Miguel Briseño, O.F.M.Conv., párroco de Nuestra Señora de Monte Carmelo en El Paso. “Debe estar dispuesto a escuchar a los demás y estar presente para ellos.”

No lo hagas solo

Los buenos sacerdotes tienen capacidad para la amistad. Familia y amigos ayudan a poner todo en la perspectiva adecuada. He encontrado gran apoyo en las visitas y vacaciones con amigos de la universidad y otras personas que me conocen aparte de mi ministerio. Lo mismo puede decirse de mi familia. Mis padres y hermanos, sus cónyuges y sus hijos me han mantenido arraigado en lo que soy, a veces de forma bastante incisiva. Una vez, mi madre anunció a la familia que, como había sido elegido vicario provincial (líder de una sección de mi comunidad religiosa), tenía un nuevo título: Muy Reverendo. Uno de mis hermanos respondió: “Lo llamaremos simplemente Muy Jim.”

Estas relaciones con familia y amigos, compañeros y mentores son indispensables para llevar una vida célibe feliz. Un buen sacerdote aprovecha y cultiva esta intimidad. Es muy importante para su vida de celibato. Crecer en confianza con los demás refleja la confianza y la intimidad que tiene con Dios.

Un último atributo de un buen sacerdote es su dedicación al servicio de los demás. “Un profundo sentido de servicio a la Iglesia y a todas las personas, junto con una fe profunda, es lo que está en la base del sentido de esta vocación tan especial”, dice uno de mis compañeros sacerdotes Franciscanos, el Padre Tom Merrill, O.F.M.Conv. “Nada me da más alegría que haber servido a otros, especialmente en un momento importante o difícil de sus vidas, cuando se encontraban en una encrucijada.”

El Padre Miguel Briseño, O.F.M.Conv. celebra la Misa del Domingo de Ramos con sus feligreses.
Los sacerdotes tienen muchas oportunidades de celebrar acontecimientos tanto felices como dolorosos. El Padre Miguel Briseño, O.F.M.Conv. celebra la Misa del Domingo de Ramos con sus feligreses. (Foto de Alfonso Baeza, cortesía de los Frailes Franciscanos Conventuales)

Un canal de la gracia de Dios

Todos los sacerdotes tienen ocasión de servir a los demás y, al hacerlo, se les recuerda cómo Dios actúa a través de ellos. Esta verdad me golpeó profundamente en el segundo año de mi propio sacerdocio. Recibí una llamada a altas horas de la noche para acudir a un hospital de una ciudad lejana y ayudar a una familia a sobrellevar una muerte.

Cuando llegué, me recibieron dos médicos que me pusieron al tanto de la situación. Esa tarde, una niña de 13 años había muerto repentinamente de un tumor. La familia estaba tan angustiada que se negó a que el personal del hospital o el director de la funeraria hicieran nada hasta que llegara un sacerdote. Como el párroco local no estaba en la ciudad, tardaron cuatro horas en encontrar un sacerdote, así que se alegraron cuando llegué.

Los médicos me presentaron a la familia. Hablamos un rato y luego entramos en la habitación donde yacía su hija. Rezamos juntos y en silencio. Bendije y ungí el cuerpo de esta niña de 13 años y rezamos un poco más. Finalmente, volvimos a la zona familiar. Hablaron de la vida de su hija y de todo lo que había significado para ellos. Después de un par de horas, se sintieron suficientemente cómodos para permitir que el hospital siguiera adelante. Les di las buenas noches y me dispuse a marcharme.

Los dos médicos seguían allí y me acompañaron hasta el coche. Una vez en el estacionamiento, me dirigí a ellos y les dije: “Debo decirles algo. En nombre de la familia y de la iglesia, quiero darles las gracias por estar con esta familia en sus momentos de dolor. Sé que podrían haber estado en casa con sus propias familias hace horas, y les agradezco que hayan ido más allá de su deber. Fue un gran consuelo para ellos.”

Los médicos asintieron, y uno de ellos me tomó del brazo y me dijo: “Sus palabras son muy amables, pero permítame decirle algo. Como médicos podemos hacer cosas increíbles. Ayudamos a la gente a superar enfermedades y dolencias y a recuperar la salud. A veces incluso resucitamos personas y las traemos de vuelta de la muerte. Pero hagamos lo que hagamos, todos nuestros cuerpos acaban desgastándose. Lo que hacemos—por bueno que sea—es sólo temporal. Pero lo que usted hace como sacerdote es atender el alma. Y eso es eterno. Así que le damos las gracias por lo que hace.”

Sus palabras me produjeron escalofríos. Y comprendí muy clara y definidamente lo que este médico había dicho—y lo que no había dicho. No dijo que yo, el Padre Jim, tuviera todo lo adecuado para decir a esta familia e hiciera todo lo correcto. En absoluto. Lo que estaba diciendo era que lo que yo represento en la persona de Jesucristo es mucho más potente que cualquier cosa que yo pueda decir o hacer. Me recordó el inmenso honor y responsabilidad que significa ser sacerdote. Estar al servicio de los demás es ser un canal de la gracia de Dios, y ése es el centro de esta especial vocación.

Responde al llamado

El escritor y conferenciante Gil Bailie cuenta la historia de un amigo sacerdote que, recién ordenado, vivía con un cura anciano.

“Una mañana, durante el desayuno, mi amigo le preguntó: “Padre, ¿cuándo decidió hacerse sacerdote?” El anciano sacerdote respondió: ‘Cuando me levanté esta mañana.’”

El sacerdocio comienza respondiendo al llamado. No sólo el llamado a ingresar al seminario o a la formación, sino a seguir respondiendo a ese llamado todos los días de la vida. Mientras el sacerdocio nos llama a revelar la presencia de Dios a los demás, los sacerdotes también saben que Dios siempre está delante, detrás y a su lado. Un sacerdote nunca actúa solo, nunca depende por completo de sus propios atributos, porque el milagro continuo de Dios es llenar el mundo de gracia obrando a través de manos humanas.

Una versión de este artículo apareció en VISION 2019 en Inglés.

Artículo relacionado: VocationNetwork.org, “Corriendo hacia mi vocación religiosa.”

Father Jim Kent, O.F.M.Conv.
Por el Padre Jim Kent, O.F.M.Conv., un Fraile Franciscano Conventual.


Traducción de Mónica Krebs.

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